Zahir en árabe quiere decir “notorio”, “visible”; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de los “seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables”.
Jorge Luis Borges, El Zahir.
Muchas familias somos ya multiespecie. Integramos a perros, gatos u otros animales como uno más. Esto implica, además de tiempo para ellos y mucho amor, cuidar su alimentación, su higiene, su salud, su educación y algo de lo que pocas veces se habla, afrontar el momento de su muerte. El nacimiento y la muerte son las dos únicas cosas inevitables en la vida, sin embargo, en nuestra cultura no nos enseñan cómo aceptar y afrontar el momento final.
Cuando tuve que decir adiós a Zahir , en algunos momentos del proceso, faltó determinación en mis decisiones. Nunca hasta entonces había pensado en ello, apenas tenía referentes y me costaba discernir entre razón y corazón. Por ello comparto aquí el relato de aquellos meses y las motivaciones y consecuencias de las decisiones más difíciles que tuve que tomar. Tal vez estas líneas lleguen un día a alguna persona que se pueda sentir inspirada o reconfortada en una vivencia similar.
Siempre imaginé que Zahir viviría entre quince y veinte años, una esperanza de vida optimista pero razonable. Me equivocaba. A los 12 años le diagnosticaron un tumor en fase avanzada imposible de operar.
La veterinaria nos explicó que en el caso de los animales, a diferencia de las personas, la prioridad ante un diagnóstico de cáncer es evitar el sufrimiento, por encima de alargar su tiempo de vida. Dado lo avanzado de su enfermedad, recomendaba no iniciar ningún tratamiento más allá de medicación, alimentación especial, y algunos cuidados que le darían la mejor calidad de vida posible durante algún tiempo.
Este razonamiento rompió mis esquemas. Mi primera reacción fue no aceptarlo. Pensé en buscar una segunda opinión. Me di un tiempo de reflexión antes de hacerlo y, cuando puse el foco en observarle a él, en ver cómo, vivía con la felicidad y la normalidad de siempre, empecé a comprender que eso era lo único que importaba. Que el reto a partir de entonces consistía en tratar de exprimir al máximo todo el presente que aún nos quedaba por compartir.
Tuvimos todavía siete meses de normalidad: una primavera y un verano completos, para disfrutar al aire libre, celebrar un cumpleaños más, ir juntos de vacaciones… Hasta que un domingo de septiembre, de repente, lo notamos fatigado y decidimos llevarlo a urgencias veterinarias. Oxígeno, hospitalización, pruebas diagnósticas y las palabras que nunca hubiera querido escuchar, era el momento de ayudarle a marchar.
Afortunadamente, la situación no obligaba a tomar la decisión en ese momento, nos dieron la oportunidad de esperar unos días para despedirnos de él. Y aquí llegó la mayor incertidumbre de todas. Llegada una situación así algunas personas tienen la determinación necesaria para hacerlo sin demora; yo no fui capaz. Una vez me aseguraron que él no sufriría durante esos días, decidí esperar. Los tiempos y las circunstancias no son iguales para todos.
Pudimos traerlo a casa con soporte de vitaminas y analgésicos y tener esos días de despedida. Fueron tan solo cuatro, pero uno de ellos resultó casi mágico, un halo de vida y energía hizo que durante más de doce horas todos los síntomas de fatiga desaparecieran y él, viéndose con fuerzas, venía una y otra vez tirándonos su pelota e invitándonos a jugar. A ese día me aferro, con una sonrisa, cada vez que me pregunto si fue o no acertada la decisión de dilatar el final.
Elegimos estar a su lado en el momento de la eutanasia. No hubo duda, por supuesto, en esta decisión. Estuve a su lado, acariciando su cabecita, con mi mejor sonrisa fingida y cubriéndose de besos y de tequieros.
Tampoco dudamos ante la pregunta de qué hacer con sus restos. Quisimos recuperar sus cenizas y traerlas a casa, para que siguiera siempre con nosotros. Es una decisión que sorprende a algunas personas, pero es la mía y estoy feliz por haberla tomado así. Me ha dado mucha paz en el proceso del duelo.
La duda llegó al rellenar el formulario de la incineración y encontrarme con la pregunta de si deseaba presenciarlo. No imaginábamos que con un perro eso era posible, ni nos lo habíamos planteado. El mundo entero cayó sobre mis hombros al pensar en volver a ver el cuerpo inerte de mi chiquitín; no me sentía capaz. Pero al final, mi amor por él me animó a ser fuerte y acompañarle hasta el final. Marqué “sí”.
Finalmente, lo que decidí como un acto de amor y una responsabilidad , acabó siendo un bálsamo al dolor tras su pérdida. Volver a ver su cuerpo unos días después, lo habían bañado y peinado, parecía dormidito, me dio muchísima paz. Ignoraba por completo que existieran lugares en los que despedirte de tu mascota, de manera similar a como lo hacemos con las personas. Nos pasaron a una salita privada y confortable y tuvimos todo el tiempo que necesitamos para despedirnos. Verle una vez más fue reconfortante y es algo que recomendaría a quien se enfrentara a una situación similar a la mía.
Hay todavía alguna decisión más a tomar en ese momento. ¿Contarlo a la familia?¿a los amigos? ¿en el trabajo?… Yo decidí comunicarlo en todo mi entorno. Soy consciente de que para algunas personas no es sencillo comprender el duelo por una mascota y quizás no necesitaban esta información. Pero yo sí necesitaba dar al momento la solemnidad que para mí tenía y compartir con mi entorno mis sentimientos tras la pérdida y actué en consecuencia.
Dos años he necesitado para ser capaz de compartir estos difíciles momentos desde la serenidad. Hubo intentos previos, pero no conseguí aislar las emociones. Dos años, y la llegada, de un nuevo peludín a la familia. Juré una y mil veces que nunca jamás volvería a pasar por esto … pero hace algo más de un año, tuve que admitir que “nunca” es demasiado tiempo y llegó Shiva.
Pero esa es otra historia…
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